Nuestra época se halla bajo el signo del nihilismo, “huésped inquietante” que propicia, en palabras de Friedrich Nietzsche, “la caída de los más altos valores”, esto es, la desintegración progresiva de las estructuras teóricas y morales que habían vertebrado desde sus orígenes la vida del hombre occidental. Fenómeno inicialmente marginal, señalado únicamente por algunas figuras excéntricas, el nihilismo se erige en nuestros días, se quiera o no, como el horizonte y denominador común del conjunto de los fenómenos de nuestra cultura. La reflexión sobre el mismo se impone, por lo mismo, como una exigencia ineludible y urgente para el pensamiento filosófico, en la medida en que, por su medio, son las mismas condiciones de posibilidad de la subsistencia de Occidente, de la forma occidental de comprender el universo y el hombre, las que se ponen en cuestión. La figura y la obra de F.M. Dostoievski (1821-1881) emergen, en este contexto, como un testimonio particularmente apto para un intento de clarificación y diagnóstico: contemporáneo de las primeras manifestaciones explícitas del fenómeno nihilista, el autor supo identificar con excepcional lucidez la trascendencia de sus implicaciones, yendo a menudo mucho más allá, en la profundidad de sus intuiciones, de las formulaciones que alcanzaron sus mismos apologetas. El conjunto de su obra constituye, pese a su carácter literario y no técnicamente filosófico -o precisamente gracias a ello, puesto que la dimensión del problema excede con mucho la de la mera controversia intelectual- una respuesta de sorprendente rigor y penetración al desafío planteado y un instrumento privilegiado para la reflexión.